El hombre collage
Un día tuve la oportunidad de conocer a un hombre que no se podía sentar. Y no es que tuviera un problema de hemorroides o unos nervios que le hicieran estar intranquilo, no, no, de hecho venía bastante derrotado. Este hombre no se podía sentar porque era un collage. Y pensaréis, qué significará eso y qué tendrá que ver con que el pobre hombre se siente o no, pero es que era un collage como los que hacíamos en el cole en cartulina, y claro, para sostener tantos recursos adheridos y que no se estropearan o cayeran, o podía doblarse ni moverse mucho. Por suerte, nuestra consulta aún no estaba terminada de decorar, y pude buscarle una pared donde, por fin después de mucho tiempo, pudo reposar, aún sintiéndose collage.
“Yo se que no me va a entender”, dijo, y se apoyó en la pared. Al apoyarse, noté que la parte central del collage se arrugaba un poco y su automático lo hizo ponerse rígido, pero al darse cuenta de que estaba rígido de nuevo volvió a encogerse, y soltó un quejido de desaliento: “¿Ves? No se que es peor, ni encogerme puedo sin sentirme mal, y ¿como se siente mal uno sin encogerse?”.
Le pregunté con un gesto de la cara, no me hizo falta abrir boca, y respondió a mi pregunta, que no era realmente mía, sino acompañamiento de una afirmación cargada de esperanza y disfrazada de desilusión: “La verdad es que no sé por qué he venido, porque los intentos de quitarme este chisme han acabado pegados en él o desordenándolo más. Antes de visitar al último, podía mover la pierna derecha hasta la ingle para pegar patadas, ahora solo puedo dar puntapiés…y como el movimiento es tan limitado y los dedos no muy fuertes, se me coge un dolor después, que me paso días arrepentido por haberme enfadado y haber dado el puntapié. Aunque he de reconocer que es la primera vez que no me siento peor en una pared ajena, supongo que será porque no tengo que intentar formas parte del tetris con el cuadro por aquí, la lámpara por allá…bastante tengo con el mio propio aquí montado!”.
“Aunque vas a pensar que estoy loco, creo que era inevitable llegar donde he llegado, es decir, no sabría haberlo hecho de otra manera. A ver, me explico mejor, si recuerdo y tiro para atrás, y atrás, y atrás, no sabría como no haber ido incorporando trozos de fuera para construirme, de hecho, al principio no sólo no me desagradaba hacerlo, sino que era la razón por la que estar en el mundo. La primera vez que me pegué un trozo me acuerdo por foto, imagínese desde cuando tengo la manía. Es este del entrecejo. En la foto todos rien mientras yo me lo pongo y acompaño al trocito de toda una actuación dramática, a lo que nombraron “los corajes”. Por lo visto, después reía yo también, no me acuerdo. El segundo fue a causa del primero, este no lo termino mucho de entender: yo era ya un experto en el coraje para hacer reir, pero cual fue mi sorpresa al notar que la representación también empezaba cuando algo no me gustaba, aunque no hiciera reir. !Ahora no! !estamos ocupados! Estaban ocupados en sus propios corajes. Con las mismas y sin entender muy bien que algo bueno pasara a ser malo, me fui a un rinconcito. Después de pegar patadas al aire y no tener risas ni consuelo, me había quedado agotado, o eso pensé. La cosa es que me pesaban las piernas y los brazos, la cabeza, los hombros, pero sobre todo me pesaba mucho el pecho, y en ese momento puse este segundo”, dice mientras señala con la vista el lado izquierdo del pecho. Cuando miro hacia la zona señalada, veo una chapa de metal, con muchos colores, pero de metal. Me ve mirar con cara de no entender y, paradógicamente entiende él mi confusión, a lo que explica: “está debajo, no te creas que solo hay lo que ves,
esta chapa la puse después. Te lo enseñaría con gusto…y tanto…pero es que no llego, los brazos no me llegan al pecho”. Paró un momento de hablar y miró hacía abajo, bueno, hacía abajo se dirigía la mirada, aunque yo creo que miraba hacia adentro, y no sé si fueron imaginaciones mías, pero noté que la chapa se movía.
“Esos dos me dejaban jugar y leer, que era lo que a mi me gustaba, aunque a veces el del pecho pesaba porque el del entrecejo ya no tenía risas, solo riñas y castigos, tanto en casa como en el cole. Un día en casa de mi amigo Paco, donde me trataban muy bien y me daban unas meriendas muy ricas, ví que todos los de la familia tenían un lazo muy largo que ataban a una red que iba por toda la casa, y se desataban y guardaban enrollado cuando salían de casa, ¿Ves esta bolsita? Hace mucho que no lo ato, pero hubo un tiempo que cuando llegaba allí, me conectaba a la red. Lo único que había que hacer era copiar a mi amigo Paco y sus hermanos, así no notaban que mi lazo era de otro color. Intenté enganchar el lazo en mi casa, pero como vivía en tantas casas, y en cada una había más redes además de las de papá y mamá, más de una vez se me enganchó y se me hizo nudo, dejé de sacarlo fuera de casa de mi amigo Paco. No lo veo desde hace años, espero que esté bien…como te he dicho, no todas han sido malas o incapacitantes. A partir de ese momento, me hice experto en la forma de conexión de las personas: en casa de Paco eran lazos, pero en casa de María hablando bajito y diciendo síes. Mira, aquí esta el botón de volúmen que se usaba. Luego me di cuenta de que con cada persona, más allá de la familia, funcionaba más una cosa u otra, así que fui recopilando trucos para hacer conexión vía directa: un piropo por aquí (señalando una cajita llena de tarjetas en el antebrazo derecho), una excusa para hacerme el interesante por allá (otra cajita más arriba de los piropos), incluso saber de moda y de futbol, que me servían para mamá y papá. El caso es que fui acumulando un diógenes de relaciones que me hacía sentir muy tranquilo por un lado, pero empezaba a pesarme por otro. No podía moverme con mucha soltura cuando simplemente quería jugar, pero si lo soltaba y lo perdía, tendría que volver a empezar, y algunos de los objetos me habían costado mucho esfuerzo, así que empecé a olvidarme de jugar y a mirar como jugaban los demás”
Aquí hace otra pausa, y veo como vuelve a moverse la chapa, esta vez no cabía duda, porque hasta una lágrima calló por la mejilla y arrastró parte de la pintura que dibujaba la sonrisa, aunque difuminada, que tenía pintada en la cara. Eso lo hizo ponerse tan nervioso que echó la cabeza hacia atrás para cortar el recorrido de la lágrima, con el consiguiente coscorrón en la cabeza. “Ay, qué daño, pero la he cortado a tiempo, menos mal”. Creo que se refería a la lágrima, y creo que también se refería a tiempo de impedir que le borrara la sonrisa dibujada, y como ya os he dicho antes, no fue así, la lagrima pasó y borró parte de la sonrisa. Pero no se lo dije, sentí que una parte suya sabia la verdad,y quería que así fuera, así que me alegré.
“Los años fueron pasando y mis cachibaches acumulándose, no me extraña que la gente me pidiera consejo de cómo hacer cuando querían conectar con otros o con ellos mismos, me sabía todos los atajos. El único inconveniente es que, a veces, el trocito del entrecejo y el del pecho zozobraban tan fuerte que no me dejaban concentrarme, me provocaban interferencias. No supe darme cuenta de que eran ellos los que enturbiaban la información, así que lo que hacía era coger más datos de cada persona con la que quería conectar: ya no bastaba con un botón para una y un cumplido para otra, porque no podía permitirme perder algo que hacía tan bien, así que seguí acumulando”.
“La primera vez que pisé una consulta, estuve 45 minutos para encontrar un sitio donde poder ponerme sin soltar mis cachivaches. Me preguntaba, sobre todo, por los trocitos del entrecejo y el pecho, el del entrecejo porque lo veía, el del pecho porque el muy pillín lo descubrió un día que hablamos de mis sueños. Quería que soltara todo y me quedara con esos dos, y por más que le explicaba, no entendía que con esos dos sólo me quedaba desnudo y sin peso, flotante. No creas, que soy más obediente de lo que imaginas, no se muy bien si es obediencia o “deformación del conector”, pero como para conectar con este señor me tenia que quitar los cachivaches, aunque muy despacio y de forma ordenada y memorizando donde iba cada uno, me los quité todos un día. Craso error, volé tanto y tan alto que aparecí en otra ciudad, a la que tuvieron que traerme mis pesos para poder bajar. La segunda experiencia con otro de los tuyos fue la que me hizo darme cuenta de que las interferencias para conectar con el otro venían de los trocitos del entrecejo y el pecho, así que el del entrecejo me lo escondí en el cuello de la camisa, a la altura de la nuez, y al del pecho, como no era fácil de esconder, le puse la chapa. Maravillosos años, he de decir, pero cada vez me hacía más pesado, y esconder los trozos culpables no hacía que disminuyera la sensación de necesitar más utensilios para conectar.
El último al que visité, ni corto ni perezoso, se me acercó y me sacó de la camisa el trocito del entrecejo, me lo colocó en el sitio original y me dijo: enfadate! Qué sensación tan rara y tan liberadora… pero como llevaba tanto tiempo sin dar patadas, cada vez que me enfadaba se me descontrolaban las piernas. Al no saber si la persona se merecía verdaderamente la patada, pero tampoco poder controlar el impulso, las lanzaba hacia mi otra pierna, o me daba con la rodilla en la cabeza o en el pecho, para ganar tiempo y poder pensar. Tomé la decisión de ponerme estos pantalones ajustados, así sólo puedo dar puntapiés”.
Le pregunté cómo era su espalda. Me dijo que no lo sabía, él no se la miraba. Intentó hablar varias veces sin encontrar forma de articular la primera palabra, porque no sabía como era, ni la suya ni ninguna otra, y entonces pasó. Esta vez no pudo controlar que las lágrimas le borraran la sonrisa dibujada, porque se dió cuenta del miedo que le daban las espaldas.
¿Puedo hacer algo para reconfortarte?Le pregunté. “Si, ¿Podrías secarme las lágrimas? No me llego”. “Por supuesto”, contesté, y me acerqué a él con un pañuelo. En ese pañuelo se iba quedando la sonrisa pintada mientras se dibuja la real en su cara. Ésta era menos exagerada, mezclada con tristeza, al fin y al cabo, más real. Es un buen comienzo.
Pierna izquierda dominante, zurdo, su rabia. Puntapié culpa
Replegarse
Tamara Berbel